Le puso cuatro cubitos de hielo al vaso, dudó unos instantes y sacó uno con los dedos, volviéndolo a tirar a la hielera. Con la cantidad de whisky no dudó, llenó el vaso hasta casi el borde.
Sin abandonar la cercanía del barcito medio pelo contra la pared del living le dio el primer gran trago, y después sí, se fue contra la ventana.
Yo no sabía si mirarlo a él o a ella, que se cerraba el deshabillé por demás, agarrándolo con fuerza, tensa, marcando su casi ausencia de curvas en el cuerpo demasiado flaco.
¡Borracho de mierda! -le gritó, casi con desesperación.
Él la ignoró, seguía mirando por la ventana. Desde mi posición, sentado en el sillón, no llegaba a verle la cara, pero adivinaba que tenía la vista perdida. No miraba por la ventana, suponía yo, más bien la usaba como excusa para no tener que mirar nada más.
Ella, con la voz todavía ronca por el llanto, pero mucho más calma, le dijo:
El alcohol, esa oscuridad donde los cobardes van a esconderse de si mismos.
Él se dio vuelta, con la sorpresa dibujada en el rostro, en parte porque ella no era de hacer ese tipo de declaraciones filosóficas altisonantes, pero en parte -y cada vez que recuerdo ese día estoy más seguro- porque finalmente le tocó alguna cuerda interior.
Dejó el vaso por la mitad apoyado contra el marco de la ventana, abrió la puerta, y no lo vimos nunca más.