Empezó muy abajo. Muy. Cero ganas de levantarme, remoloneé hasta tarde. Ni me bañé, porque me había bañado la noche anterior, y así y todo salí 8:45 de casa. En el subte, seguí leyendo "Convivir con virus", de Marta Dillon, y justo me tocaron un par de historias tristes mal. Y después, en el trayecto que recorro caminando, justo la música que tocó en suerte eran blues suaves.
El punto es que llegué a la oficina con ganas de irme. Así como quien pone el cambio en primera y la marcha baja, y va mordiendo el campo a medida que avanza, empecé a laburar. Encima me entero de que un familiar de una persona que quiero mucho tiene cáncer, y me tiró un poco más abajo.
Pero nada. Preparé unos mates. Puse música. Marito estaba en chistoso (tiene el humor de "juegos de palabras absurdos pseudo tecnológicos", que tanto disfruto y que para tantos es una estupidez). A eso de las cinco no quise trabajar más y me dediqué un poco a mi inclinación artística. Y ya se me había pasado el bajón, tanto que me quedé echando código hasta las siete y media.
Me fui de la oficina, pero en vez de ir para casa directamente, me puse a buscar el libro de Adrián Paenza, Matemática... ¿estás ahí?. Lo conseguí en la cuarta librería que encontré, en el resto estaba agotado (¡y es la quinta edición!).
Cuando llegué a casa, estaba super tranquilo. La noche pintaba fresca, dulce. Así que agarré el reproductor de mp3 y me fui a caminar por el barrio. Entre el rocanrol, y un llamado que recibí (inesperado), terminé el día bien arriba.
Y si alguna cuenta tendremos que rendir alguna vez, será la de no haber hecho todo lo posible para estar plenamente vivos cuando nos llegue la hora de la muerte.
Que día raro ayer...