Visión

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No acostumbraba bajar hasta el hotel más que lo necesario; prefería incluso ir al pueblo.

Cuando bajaba al centro de esa pequeña comunidad para algún trámite, o comprar las vituallas necesarias, se encontraba con gente, sí, pero normalmente gente invisible, gente que no le interesaba meterse con el otro, y aunque no se puede decir que ella lo disfrutaba, al menos se le hacía soportable.

Bajar al hotel, sin embargo, era entrar en contacto con gente en vacaciones, gente que sí quería estar con otra gente, y que tenían muchas veces el desagradable hábito de intentar hablarle. Pero así como le disgustaba, lo hacía porque era uno de los pocos clientes regulares de la zona (no muchos edificios tenían calderas grandes por allí), y ella valoraba eso en función de que le permitía, a su vez, permanecer alejada y ermitaña en su pedazo de mundo.

Ella se había recluido en esa cabaña en lo alto de la montaña por una clara aversión a la gente. Que su aversión fuese generada por el rechazo de la gente hacia su persona (o, a decir verdad, a su modo de vida) no lo hacía más fácil. Había entrado en su adolescencia en un círculo vicioso donde quería estar sola, y el resto de las personas la excluían justamente por eso, y luego le había sido imposible que nadie le interesara lo suficiente como para abandonar su soledad.

Ese otoño algo cambió. Ella había bajado hasta el hotel para la revisión de rutina de la caldera, previa al encendido de la misma, ya que luego no se apagaría hasta terminado el invierno. Normalmente, si era necesario, se podría apagar y hacer alguna reparación en las semanas más crudas del invierno donde el hotel se cierra porque el clima es demasiado malo, pero siempre trataba de prever las suficientes reparaciones como para no tener que hacerlo en esas circunstancias especiales, y en los últimos diez años había podido evitarlo.

Entró al hotel como tantas otras veces, tratando de evitar la poca gente que había por no ser temporada todavía, y con la confianza de tanto tiempo se encaminó directamente a la oficina del encargado de mantenimiento.

Al cruzar la entrada a un pasillo la vio, en el medio del mismo, contra uno de los espejos en la pared, acomodándose la ropa de recepcionista del hotel. Se notaba que era la primera vez que la usaba, porque se paraba recta frente al espejo, y se iba haciendo pequeños ajustes en el calce de la ropa. Tiraba un poco de la solapa, un poco del faldón del saco, se acomodaba un poco el pantalón, corregía la posición de la gorra. Incluso, sintiéndose sola, acomodó sus pechos, levantándolos con la mano por abajo de la ropa. Se notaba que disfrutaba el llegar a la perfección en la vestimenta, ensimismada ella y su espejo, manteniendo una sonrisa de satisfacción por el resultado.

La descubrió cruzando la boca del pasillo, y hubiera pasado de largo de haber podido, pero se quedó prendada de esa imagen, de esos pequeños movimientos que se sucedían como en cámara lenta, de esa sonrisa. Ni siquiera atinó a esconderse, se quedó en la mitad del cruce de pasillos, congelada sobre sus pasos, viéndola, mirándola.

Pudo comenzar a moverse, retomando el camino hacia la oficina de Mantenimiento, pero no se la pudo sacar de la cabeza. No la volvió a ver cuando hizo algunas reparaciones en el hotel ese día, ni cuando emprendió el regreso a su casa. Pero la siguió viendo todos los días soñando despierta, esperando su regreso al hotel el próximo jueves, para las reparaciones más serias.

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